De acuerdo con el testimonio de su hijo Pedro, María Moliner se levantó a las 5 de la mañana un día de 1951 y comenzó a escribir innumerables fichas con metódica paciencia. No era inusual que madrugara, pero nadie, ni siquiera sus más íntimos, imaginaba que esa sería la primera jornada de las muchas que caben en quince años, los que tardó en terminar su prodigioso Diccionario de uso del español. Se trata de un diccionario “para escritores”, según su definición, en el que los significados y los ejemplos de uso propios exhiben sencillez, precisión y franqueza con la lengua, incluso un punto de arrojo para la época. Aunque fuera ajena a los alardes, es innegable que esa titánica tarea de improbable recompensa sólo podía entenderse por una simple razón: el amor incondicional por las palabras.
Su valor va aún más allá si consideramos el momento personal y el contexto político en el que inició y luego llevó a cabo su proeza: nacida en 1900 -“en el año cero”, lo subrayaba ella misma- entraba entonces en el último tercio de su vida, y debía repartir su tiempo entre las obligaciones domésticas como esposa y madre de cuatro hijos con la de su trabajo como bibliotecaria. España, su país, estaba en manos de una de las más sanguinarias dictaduras, la de Francisco Franco, y en ella la mujer apenas tenía acceso a la educación superior y al protagonismo público. Eran años de espanto, represión, muerte, censura y destierro. Entre los cientos de miles de exiliados, un número importante de intelectuales y artistas tuvo que marcharse a México o a Argentina. También lo hizo su padre, aunque como emigrante voluntario: se fue a Buenos Aires y no volvió nunca más. Ella tenía 12 años cuando lo vio por última vez.
María Moliner pudo estudiar gracias a su ilimitado tesón. No sería fácil. Con la partida de su padre, llegaron las dificultades económicas para permanecer en Madrid. Su madre decidiría entonces llevar a toda la familia de vuelta a Aragón, su lugar de origen. Sería allí, en Zaragoza, donde a los 21 años se licenciaría con honores en Historia, haciendo el doble sacrificio de estudiar y trabajar impartiendo clases particulares para colaborar en el sostén de los suyos. Al año siguiente obtendría algo poco habitual en una mujer de aquel tiempo: aprobaría los exámenes para ingresar en el cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de España. Así daba un paso más en su carrera conectada a las palabras. Luego, junto a su marido, un profesor universitario, tendría un activo papel en las misiones pedagógicas de la Segunda República, extendiendo la presencia de los libros en todo el país con la creación de una red de bibliotecas.
Este protagonismo les costaría a ambos un alto precio al acabar la Guerra Civil: en represalia, él tuvo que enseñar siempre lejos de casa y ella sería degradada 18 niveles en el escalafón de empleados del Estado. El diccionario, en alguna medida, se convertiría en su exilio interior, en un modo digno de resistencia.
Significados
Sin dudas, cuesta hacerse a la idea de que una persona sola, en su casa, quitándole horas al sueño o atención a su familia, y sin abandonar su trabajo, llegara a escribir un diccionario de unas 80 mil palabras. Sobre todo, resulta admirable comprobar la simplicidad y los elementos con los que desarrollaba su tarea. El espacio elegido era el salón y, en él, una mesa enorme siempre llena de papeles. Es allí, y a medida que sus hijos crecían, que iba dedicándole más esfuerzo a lo que pintaba como una quimera. “Se aislaba para trabajar con una intensidad asombrosa. Una labor diaria e individual antes de acudir a su puesto en la biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid. Madrugaba, trabajaba y luego siempre había que quitar las cosas de la mesa para poder desayunar”, recordaba Pedro, el menor. Escribía sus fichas a mano y luego las pasaba en limpio usando una máquina portátil que su familia conservó como testigo de aquel colosal y solitario esfuerzo. “Ella tenía una capacidad de concentración notable. Los niños correteábamos y ella no se inmutaba, levantaba la cabeza de sus fichas, sonreía y seguía trabajando”, contó su nieta Genoveva Pitarch.
En definitiva, lo que importaban eran las palabras. De hecho, al pasar por sus manos irradiaban otra luz, hasta un grado de esplendor y empatía. Valiéndose de un criterio reflexivo y sensato, logró que los significados supieran abarcar la idea de cada término. El escritor argentino Andrés Neuman, estudioso de la vida de María Moliner y autor de una novela sobre ella, destaca algunos ejemplos: durante más de dos siglos y medio, la palabra “madre” se definía como “una hembra que ha parido”, mientras que “parir” era “expeler a tus crías”. Uniendo ambos conceptos, sostiene Neuman, podía decirse que una madre era “una hembra que expelía a sus crías”. Con María Moliner, en cambio, madre es aquella “persona que tiene o ha tenido hijos” y no necesariamente que parió, podría haberlos adoptado. Así de obvio y natural; tanto como con la palabra “amor”. Según la edición del DRAE de 1956, se trata de algo tan abstracto como “la obtención del bien verdadero”, una idea casi con pretensiones morales. Para María Moliner se trata de “un sentimiento experimentado por una persona hacia otra, que se manifiesta en desear su compañía, alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo”. A todo ello, le agregaría numerosos ejemplos de uso de su propia cosecha, sin acudir como se hacía habitualmente a grandes plumas literarias.
Final sin palabras
El diccionario acabó publicándose en dos tomos en 1966 y 1967. Su éxito inmediato, sin embargo, no cayó bien a todos. En 1972, ya con méritos públicamente indiscutibles, los miembros de la Real Academia de la Lengua impedirían que fuera la primera mujer en ocupar un lugar en la institución. Se señaló a Camilo José Cela como autor de la zancadilla durante las votaciones. María Moliner les devolvería el golpe un año después: en busca de un resarcimiento de consuelo, los mismos académicos le otorgarían un premio a la trayectoria que ella rechazó sin argumentos.
La vida, está claro, no sabe de justicia; es más, a veces se inclina cruelmente hacia el sarcasmo. En sus últimos años, María Moliner sufriría de arteriosclerosis cerebral, enfermedad que la iría dejando sin memoria y, paradójicamente, sin palabras. Es decir, sin su maravilloso universo. Moriría el 22 de enero de 1981.
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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.